“Todo le puede ser arrebatado al ser humano, salvo una cosa: la última de las libertades humanas —elegir su actitud en cualquier circunstancia dada, elegir su propio camino.” - Viktor Frankl

Venezuela atraviesa un duelo colectivo. Más allá del ruido de las redes sociales y de los titulares fugaces, lo que se percibe en el alma de su gente es una profunda sensación de pérdida: de país, de proyecto común, de futuro. No se trata solo del exilio o del colapso económico. Se trata de una herida emocional compartida por millones que, habiendo puesto su fe en el proceso del 28 de julio de 2024, vieron cómo la esperanza de un cambio democrático fue nuevamente traicionada cuando el régimen desconoció los resultados electorales y violó la soberanía popular.

El riesgo ahora no es solo político, sino existencial. Un país en duelo puede aferrarse al primer salvavidas que se le ofrezca, aunque este lo arrastre más hondo. Así como una persona dolida puede buscar alivio en una relación tóxica o en una promesa vacía, una nación quebrada puede idealizar soluciones externas, líderes mesiánicos o falsas reconciliaciones.

El duelo como condición política

Viktor Frankl, psiquiatra y sobreviviente del Holocausto, desarrolló la logoterapia como respuesta al sufrimiento humano. En su núcleo, esta escuela plantea que la principal motivación del ser humano no es el placer ni el poder, sino el sentido. Según Frankl, quienes encuentran un propósito de vida son capaces de resistir incluso los entornos más adversos como fueron los campos de concentración nazis. Esta verdad se aplica también a las naciones. Un país sin sentido colectivo, sin narrativa compartida de futuro, se convierte en un terreno fértil para el cinismo, el fanatismo o la rendición.

En Venezuela, la ausencia de sentido compartido ha generado reacciones opuestas. De un lado, algunos depositan sus esperanzas en figuras externas como Donald Trump, aferrándose a la idea de una intervención salvadora. Del otro, antiguos líderes opositores optan por participar en elecciones sin garantías, como si resignarse y adaptarse a la normalización de lo inaceptable fuera el único camino posible para seguir adelante.

El peligro del alivio sin transformación

Como en todo duelo, el alivio rápido suele ser engañoso. Depositar las esperanzas en factores externos que no comparten nuestras prioridades es una forma de evasión emocional. Es más cómodo soñar con un salvador que confrontar la crudeza del presente. Pero esa ilusión tiene un costo: posterga la superación real del dolor y, con ello, la reconstrucción real.

Lo mismo ocurre con los llamados “arreglistas”, actores políticos que optan por participar en elecciones sin condiciones, bajo la promesa de “no perder espacios” o “mantener viva la esperanza”. Sin un reconocimiento previo del resultado del 28 de julio —validado con actas y por la decisión soberana de la ciudadanía—, cualquier proceso electoral se convierte en un simulacro que perpetúa la frustración, la desesperanza y el trauma.

Una visión desde la herida

La voz de quienes han perdido la fe en el voto no puede ser descartada como pesimismo. Representa una etapa legítima del duelo colectivo: la del reconocimiento de que el camino electoral, tal como está planteado, ha sido agotado. Como señala un elector que refleja el sentir de muchos: “Durante años defendí el voto, incluso con desconfianza. Hoy, tras el desconocimiento del 28J, no puedo seguir validando un sistema que usa nuestra participación para legitimarse”.

Un país que no reconoce sus pérdidas ni sana sus heridas colectivas queda atrapado en un terreno fértil para la repetición del autoritarismo. La historia reciente de América Latina ofrece múltiples advertencias: transiciones sin memoria que, lejos de consolidar democracias sólidas, desembocaron en nuevas formas de autoritarismo o en un cinismo político corrosivo. Ocurrió en Chile tras la salida de Pinochet, en Guatemala después de la guerra civil, en el Perú post-Fujimori, en la Argentina de los años posteriores a la dictadura, y en Colombia tras la desmovilización de los paramilitares. En todos estos casos, la ausencia de verdad y justicia fue el germen de nuevas fracturas.

La Venezuela de hoy enfrenta precisamente ese riesgo. Sin un proceso que reconozca el resultado electoral del 28 de julio, cualquier nueva convocatoria electoral —por más participativa que sea— corre el riesgo de convertirse en un simulacro legitimador del statu quo. Las voces que alertan sobre esta trampa no expresan pesimismo, sino una lectura realista del estado emocional del país. Sin verdad, no hay confianza. Y sin confianza, no hay democracia posible.

Esta posición no niega la democracia; por el contrario, exige su verdadera restauración. Reclama que, antes de pensar en futuras elecciones, se reconozca el resultado ya emitido por el soberano. En términos de Frankl, se trata de darle sentido a lo vivido, para que el sufrimiento no sea en vano.

El camino hacia la resiliencia

Sanar el duelo colectivo implica tres tareas esenciales:

  1. Nombrar la pérdida: Reconocer que lo que se perdió fue más que una elección; fue la confianza en las reglas del juego democrático.
  2. Construir comunidad empática: Reemplazar el juicio por la comprensión mutua. No todos transitan el duelo igual. Hay quien grita, quien se exilia, quien se organiza o quien se retira. Todos son reflejo del mismo dolor.
  3. Transformar el sufrimiento en propósito: Como en la logoterapia, se trata de encontrar un para qué. Y ese “para qué” no puede venir de Washington ni de Bruselas. Solo puede surgir desde adentro, desde el reconocimiento de nuestra herida común y de nuestra voluntad de no repetirla.

Conclusión: del dolor al sentido

Venezuela no necesita anestesia; necesita sentido. No necesita salvadores, sino líderes que validen el sufrimiento colectivo y lo conviertan en fuerza transformadora. Como advirtió el psiquiatra austriaco, “cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, estamos desafiados a cambiarnos a nosotros mismos”.

El 28 de julio de 2024 fue más que un día electoral: fue una afirmación de dignidad popular. Negar ese acto es perpetuar el duelo. Reconocerlo y defenderlo, en cambio, es el primer paso hacia la sanación. No para regresar al pasado, sino para reimaginar el futuro.

La verdadera salida no está afuera, sino en nuestro interior. Solo si atravesamos juntos este duelo —con verdad, con propósito— podremos reconstruir una Venezuela donde la esperanza no sea un escape momentáneo, sino un horizonte posible.

Por eso, el proceso electoral del 25 de mayo no representa una solución, sino una distracción estéril. Lejos de acercarnos a la victoria del 28 de julio, la desdibuja y prolonga el dolor colectivo que aún no hemos sanado.



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